Uno logra salvarse, el otro no. Como ocurre en los accidentes de coche, de barco o de avión, uno se salva y el otro no. Jesús sabe que nos lanzamos a los periódicos, a la televisión o a internet cuando ocurre una desgracia, un atentado. Lo que Él destaca es que “no se dieron cuenta”, no estaban atentos, preparados. Y Jesús no quiere que eso nos ocurra a nosotros. Nos habla fuerte para que nos despertemos. Dice: “No sabéis en qué día vendrá vuestro Señor”. En el original griego el verbo “venir” está en presente: viene. Tampoco sabéis la hora, “a la hora que menos penséis viene el Hijo del Hombre”. Habla fuer- te porque nos quiere: ha venido a salvarnos y no nos quiere perder. Como respuesta, nuestra vigilancia será vigilancia de amor, como aquella de la esposa del Cantar cuando espera al esposo (Ct 5, 2). Nos mantenemos despiertos, diciéndole como los primeros cristianos: ¡ven, Señor Jesús! Ven y no tardes. Tenemos necesidad y nostalgia de ti, una perenne sed de Amor que colme los deseos, los sueños, el corazón. Ven ahora. Necesitamos de la certeza de tu Amor que sana las heridas, llena nuestros vacíos, fortifica todos nuestros amores terrenos. Que cubre nuestros pecados y los hace desaparecer. Ven ahora. Tenemos hambre de esperanza, deseo de paz en las relaciones familiares, en los lugares de trabajo, en la sociedad, en la Iglesia, y entre los pueblos. Ser nosotros constructores de paz. Tú eres “el que viene” (Mt 21, 9) y nosotros queremos ser aquellos que “esperan con amor” tu venida (2 Tim 4, 8). En la lectura de Isaías no hay desgracias, sino el esplendor que ocurrirá al final de los días: las gentes de todos los pueblos subirán a Jerusalén, deseosas de caminar en las vías del Señor, y habrá paz entre las naciones. Jesús nos sacude porque no quiere que nos perdamos esta maravilla.
EVANGELIO Y VIDA, Palabra, noviembre de 2019
Empiezo a colaborar con la revista Palabra (Madrid) desde noviembre 2019, escribiendo la sección “EVANGELIO Y VIDA” que recoge mensualmente seis breves comentarios del Evangelio de la Misa de los Domingos y de las Solemnidades del mes siguiente, y es a cargo de un autor distinto para cada ciclo liturgico (año A, B y C). En este mes empiezo con los Evangelios de los Domingos de Adviento, Solemnidad de Navidad y Domingo de la Sagrada Familia. Los pongo también aquí para facilitar a los lectores. Por un error tipografico en la revista de noviembre aparece todavía el nombre del autor de los comentarios del Evangelio de los tres años anteriores. En la edición de diciembre se aclarará la errata.
EVANGELIO Y VIDA
1 de diciembre
DOMINGO I DE ADVIENTO
Jesús compara su venida con los días de Noé en el diluvio: un desastre ambiental que golpea toda la tierra. Y más adelante usa la imagen del ladrón que en la noche quiere saquear la casa: una desgracia familiar. Jesús emplea tonos y acontecimientos duros de la vida. ¿Para qué? A todos nos golpean las noticias de desgracias imprevistas: inundaciones, accidentes. Nos identificamos con las víctimas, que son como nosotros. Jesús no dice que los contemporáneos de Noé estuvieran actuando mal, sino que estaban haciendo cosas normales, como comer y beber, tomar mujer o marido. Acciones cotidianas que responden a los mandatos de Dios. Puede pasarme también a mí, que como y bebo, y tomo mujer o marido. Una vida normal. Tampoco dice que actuaban mal los dos hombres que trabajaban en los campos, o aquellas dos mujeres que estaban en el molino. También ellos estaban cumpliendo el mandato original de trabajar la tierra.
EVANGELIO Y VIDA
8 de diciembre
INMACULADA CONCEPCIÓN DE MARÍA II DOMINGO DE ADVIENTO
Cuando los discípulos de Jesús me preguntaban cómo se inició todo, dice Santa María, les contaba el anuncio del ángel. Comenzaba con las palabras con las que se empieza una historia: “Había una virgen desposada con un varón que se llamaba José, en Nazaret de Galilea. A ella, que tenía el nombre de María, le fue enviado el ángel del Señor. Entrando donde ella estaba, le dijo: ‘Alégrate, llena de gracias, el Señor está contigo’”. Miraba sus ojos asombrados cuando subrayaba la normalidad de mi vida. Todos pensaban que el Mesías tenía que venir del cielo con grandes señales. No podían imaginar que pudiera venir de una mujer, y de una mujer cualquiera. Nunca habían pensado que pudiera venir de una región de la periferia, jamás nombrada en la Escritura, donde las gentes de Galilea se habían mezclado con pueblos de otras religiones, y, por eso, eran despreciados por los fariseos, que se creían cumplidores de todas las prescripciones de la Ley. Les subrayaba el lugar donde me vino a buscar el ángel del Señor, porque sabía que era despreciado: “¿De Nazaret puede venir algo bueno?” (Jn 1,46). ¡Así le respondió Natanael a Felipe cuando le habló de Jesús! Cuando me conoció, me pidió perdón por haber pensado y dicho algo así de mi pueblo natal. ¡Cuánto he querido a Natanael, como a todos! El mismo repetía esta historia de su comentario desafortunado, para que todos entendieran el error de tener prejuicios, y que a Dios le había gustado, al hacerse como uno de nosotros, cambiar todas esas ideas equivocadas. Dios eligió a una chica que no contaba para nada. De un pueblo desconocido. Y su concepción ocurrió de un modo único y extraordinario, en medio de la paz y el silencio de un día cualquiera de primavera. Sin ningún sonido de trompetas. Lo sabía sólo yo. Esto me ha conmovido siempre. Durante algún tiempo, sólo yo fui depositaria de ese secreto: “Es bueno mantener oculto el secreto del rey” (Tb 12,7). Lo custodiaba con infinito amor. Me sorprendía que el acontecimiento más importante de la historia de los hombres pasara oculto al mundo y a la historia, en la más completa normalidad de los días siempre iguales de una chica de un pueblo de pocos habitantes. Este estilo de Dios lo he encontrado durante toda mi vida y la de Jesús. No quiso para su Hijo ningún privilegio, sino una existencia como la nuestra, normal, con todos los elementos cotidianos: las dificultades y las cosas bellas, las pruebas, tentaciones y victorias, o las liberaciones. Me maravillaba la inmensa grandeza de la iniciativa de Dios, en mi normalidad de mujer joven, a la espera de un hijo. Lo extraordinario y lo normal se mezclaban. Providencia y dificultad. Divinidad y humanidad. También las tentaciones y las pruebas forman parte de la normalidad de la vida.
EVANGELIO Y VIDA
15 de diciembre
DOMINGO III DE ADVIENTO
Cuando Juan Bautista comienza a preparar la venida del Mesías, usa palabras fuertes: “Raza de víboras, ¿quién os enseñó a huir de la ira que va a venir?” Y también: “Ya está el hacha puesta junto a la raíz de los árboles. Por tanto, todo árbol que no da buen fuego se corta y se arroja al fuego” (Mt 3, 7.10). Después de bautizar a Jesús, escucha al Padre: “Este es mi Hijo, el amado, en quien me he complacido”. Luego es arrestado por Herodes, y en la cárcel sus discípulos le informan sobre Jesús. Pero las noticias que le dan no se corresponden con sus profecías. No escucha hablar de hachas y de fuego; oye que Jesús va a la casa de los pecadores y come con ellos, los llama entre sus discípulos que no ayunan, como él ha enseñado a los suyos. Comienza a dudar: ¿me habré equivocado al interpretar las palabras que Dios me inspiraba? La duda y la incertidumbre sobre el sentido de su propia vida y del servicio a Dios embargan al que es “el más grande nacido de mujer”, uno que es “más que un profeta”, que es la voz que grita en el desierto profetizada por Isaías. Una vocación única en la historia. Si es así, también al más pequeño en el reino de los cielos le puede ocurrir esta prueba. Juan conoce las palabras de Isaías: “Decid a los inquietos: ‘Sed fuertes, no temáis. ¡He aquí vuestro Dios! Llega el desquite, la retribución de Dios. Viene en persona y os salvará’”. El Mesías está ahí fuera, va de una parte a otra, habla, cura. Pero no va a salvarlo. No se venga de Herodes que lo ha encarcelado. ¡Cuántas veces ha rezado con el Salmo 146: “El Señor libera a los cautivos… tuerce el camino de los impíos”! Pero él está en la fortaleza inexpugnable del Maqueronte y su liberación no llega. Aumenta la tentación de haberse equivocado en todo: palabras, tiempo, persona que indicó como el Mesías que viene. Sin embargo, es consciente de ser la voz del que grita en el desierto. ¿Cómo salir de la duda angustiosa? Juan, con la ayuda de los suyos, va directamente a aquel del que no se siente digno de desatar el calzado. Y le pregunta sin giros de palabras: “¿Eres tú el que debe venir o debemos esperar a otro?” Jesús le responde con las profecías de la paz: los ciegos, los mudos, los cojos, los sordos, los leprosos son curados. Pe- ro los prisioneros liberados, ¿dónde están? Dice Jesús: “a los pobres les es anunciado el evangelio”: esa es la liberación; “Bienaventurados los que no se escandalizan de mí”: eso es la liberación. Se lo comentan a Juan, que está contento de no haberse equivocado en su vocación: se empeña en purificar su interpretación de la Escritura, comienza a entender que ahora su puesto de precursor está ahí, en la cárcel, y que debe abrir camino al Mesías con una muerte violenta. Su ejemplo ilumina nuestro camino.
EVANGELIO Y VIDA
22 de diciembre
DOMINGO IV DE ADVIENTO
Cuando me quedé solo, pensaba San José, me asaltó la duda sobre cómo afrontar este acontecimiento. Temía no ser digno. Pensaba: si Dios no me ha hecho saber nada, no puedo tomar a María como esposa: es esposa de Dios. No puedo aparecer como el padre del niño que él ha enviado. Me cuesta infinitamente estar fuera de la vida de María, pero ahora ella es tierra sagrada. Reflexionaba: tengo que hacer algo que disuelva el compromiso que tiene de ser mi esposa. Un acto público me parece imposible. Debería decir: este niño viene del Altísimo. Nadie me creería y la expondría al riesgo de la lapidación. Un repudio en secreto. Si es necesario tener dos testigos, los elegiremos con María. Quizá sus padres o lo míos. Pero ella no aceptará: ¿cómo puedo obligarla a revelar el secreto tan grande que tiene con Dios? Los pensamientos se arremolinaban en mí. Daba vueltas y más vueltas en mi lecho. Me asaltaban las pesadillas. Al final decidí: yo asumo toda la responsabilidad de ser su padre, y dejo en secreto a María. Desaparezco de esta ciudad. Así la compadecerán y la cuidarán como a una mujer abandonada. Y ella podrá criar a este hijo suyo y prepararlo para la misión que Dios le ha confiado. Yo huyo a Egipto. Donde nadie me conoce. La decisión tomada me dio un poco de paz, y ayudó a dormirme. Rezaba y dormía, dormía y rezaba. Invocaba al Señor para que me diese una señal que me hiciera entender que eso que estaba por hacer era su voluntad. Me llegó la respuesta del Señor, en un sueño, a través del ángel. Me oí llamar por mi nombre: “José”. Y añadió: “hijo de David”. No “hijo de Jacob”, como decía mi genealogía. Estaba dentro de esta historia por mi descendencia de David. El niño que María tenía en el seno era el prometido a David. “No temas recibir a María tu esposa”. Las palabras de Dios sanaban mi miedo de entrar en un territorio sagrado. También María era llamada por su nombre, como se hace en los matrimonios: José y María, “mi esposa”. Continuó el ángel: “Lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo”. Esto confirma lo que había intuido. “Dará a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús”. María dará a luz un niño. Yo tendré que darle el nombre. Esto significa que seré el padre delante de la ley, de los hombres, de la historia. Un nombre que no tenemos que elegir con María, porque hace referencia a su misión, que le viene de Dios: Yeshua, que quiere decir “Dios salva”. “El salvará a su pueblo de sus pecados”. Aquél signo que Acaz no quiso pedir a Dios, por miedo, yo en cambio lo pedí, lo recibí y lo comprendí: “Mirad, la virgen está encinta y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Enmanuel”. Durante siglos, nadie había sabido explicar esas palabras de Isaías. Esa profecía se estaba cumpliendo en María, en aquellos días, y yo era parte de ese acontecimiento.
EVANGELIO Y VIDA
25 de diciembre
SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR
El viaje duró varios días y era invierno. Muchos estaban en camino por el censo. El temor de no poder ofrecer una casa a mi esposa en un momento tan delicado como el parto me quemaba el alma. Cuando llegamos a Belén, hice lo que puede por dar a María un lugar protegido. Al oír varias veces la frase: “No hay lugar para vosotros aquí”, se multiplicaban los dolores y la angustia de no llegar a tiempo. María me aseguraba: “Encontraremos. Será un lugar preparado para nosotros desde la eternidad. Dios se ocupará de su niño”. Así me ayudaba a no sentirme inadecuado delante de Dios. Cubría a María del frío con mi manto y le procuraba comida; ella me confortaba con sus palabras. Alguien tuvo piedad de nosotros y nos indicó una gruta que se empleaba para animales. Los establos de invierno eran calientes gracias a la presencia de animales. Sólo había un buey amarrado al pesebre. Nuestro burro y el buey daban algo de calidez al lugar. Encendí el fuego, preparé un lecho de paja limpia para María. Ella se daba cuenta de que llegaba el momento tan esperado. Traté de cerrar la apertura de la gruta, por donde entraba mucho frío, con tablas de leño y el manto. Tenía nostalgia de Nazaret y de las cosas pobres, pero útiles, que teníamos en casa. Pero la cercanía del Hijo de Dios y de su madre me daba una gran fuerza. Entraba y salía a por agua. Una noche fría y un cielo terso, lleno de estrellas. En la lejanía, se veía un fuego de pastores. Recordaba las palabras del ángel a María: “El Señor Dios le dará el trono de David su padre”. Pensaba: no tengo riquezas ni un palacio. Mientras pensaba en estas cosas, en medio de mi ir y venir, me di cuenta de una luminosidad nueva en aquella gruta oscura. El llanto de un niño rompió el silencio. Me dio un sobresalto el corazón. Todo así de rápido, no me lo esperaba. María, recostada sobre la paja, lo abrazaba. Me acerqué temeroso, incierto. No seré como esos padres que exultan con el hijo entre los brazos, mientras que la esposa trata de reposar. María está luminosa, como si no hubiera sufrido. Yo no me lanzo hacia ella. Es ella quien me invita a acercarme y pone al niño en mis brazos. Es normalísimo, bellísimo. Emana luz. Estamos sin palabras y ella sonríe. Yo no sé que hacer. Aquel niño entre los brazos me ilumina el alma, me calienta el corazón. Me hace estallar de alegría. Me vienen a los labios unas palabras de David, mi padre, que María dice conmigo. Me parecen escritas para esta noche: “Tampoco las tinieblas son para ti oscuras, pues la noche brilla como el día, las tinieblas como la luz. Tú has formado mis entrañas, me has plasmado en el vientre de mi madre. Te doy gracias porque me has hecho como un prodigio: tus obras son maravillosas, bien lo sabe mi alma” (Sal 139, 12-14).
EVANGELIO Y VIDA
29 de diciembre
DOMINGO DE LA SAGRADA FAMILIA
Dios dona a su Hijo, que toma nuestra humanidad, nace en una familia. José le da un nombre, lo protege, le enseña un trabajo, le da el afecto de un padre. María le asegura el apoyo, el alimento y el cariño como la mejor de las madres. Una nueva familia que nos recuerda aquella primera formada por Adán y Eva. Jesús tiene la ventaja de tener un padre y una madre. Adán y Eva nos los tuvieron, y el Creador, con aquella experiencia, no ha querido privar a su hijo de un padre y una madre, de una genealogía. Como nosotros. Pero en las familias que miran a la sagrada familia, surge un problema: Les vemos lejanos, ¿cómo hacer para imitarlos? ¿Quién tiene una esposa como María, un esposo como José, un hijo como Jesús? Respondemos: miren los problemas, incertidumbres y miedos que han tenido. La fuga a Egipto provocada por los Magos ingenuos que fueron a Herodes a pedir información, sin saber que mataba hijos por temor a perder el reino. José y María no se quejan, no se lamentan. Pero sufren. Los errores, incompetencias y fragilidades, también de personas que nos quieren bien, entran en el diseño de la providencia divina que orienta todo al bien. La familia de Nazaret no sigue un itinerario privilegiado. Son prófugos, exiliados, perseguidos, incomprendidos, pobres, buscando casa y trabajo. En eso los sentimos cerca. José y María se sostienen mutuamente, miran a Jesús. Escuchan a los ángeles en sueños. Hablan entre si. También nosotros podemos. El Eclesiástico nos anima, pro- metiendo maravillas a quien honra al padre y a la madre: así expía sus propios pecados y los evita, su oración será escuchada y se alegrará de sus hijos. También Pablo anima a los esposos a sobrellevarse mutuamente y a que haya dulzura entre ellos, a obedecer a los padres y a no exasperar a los hijos. Quiere decir que es posible. ¿Cómo? Revistiéndonos de Cristo, es decir de ternura entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, magnanimidad, sobrellevándonos mutua- mente y perdonándonos unos a otros (cfr Col 3, 12-21). El Papa Francisco en Amoris Laetitia (cap. 4) nos da muchos consejos para el amor en la familia. Sugiere: “Hoy sabemos que para poder perdonar necesitamos pasar por la experiencia libera- dora de comprendernos y perdonarnos a nosotros mismos. Tantas veces nuestros errores, o la mirada crítica de las personas que amamos, nos han llevado a perder el cariño hacia nosotros mismos. Eso hace que terminemos guardándonos de los otros, escapando del afecto, llenándonos de temores en las relaciones interpersonales. Entonces, poder culpar a otros se convierte en un falso alivio. Hace falta orar con la propia historia, aceptarse a sí mismo, saber convivir con las propias limitaciones, e incluso perdonarse, para poder tener esa mis- ma actitud con los demás” (n.107). ¿Por que no probamos?